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jueves, 13 de abril de 2017

Tobías

Tobías era hijo de Mariposa, la única perra que tuvo mi tía Catalina y a la que traje a la casa vieja cuando esta murió. Mariposa parecía boba y tenía una rara peculiaridad y era que no ladraba, jamás lo hizo; yo pensaba que era muda y un día casi la vuelvo loca haciéndole cosquillas hasta que gruñó y chilló pero no ladró, seguro que no lo hizo. En tres ocasiones un perro  negro de San Isidro la montó. Parece que a Mariposa le encantaba el negro. Todo indica que, en los dos primeros partos, desapareció a la cría porque jamás los vimos. Pero en la tercera, yo por casualidad estaba en la cocina cuando empezó a parir: fueron tres pero solamente se salvó uno, Tobías, el tipo más bueno y más vaina del mundo y que su adoración por mí era enfermiza. Yo ayudé a la vieja perra en su parto y el Tobías  pasó  ser parte de mi familia y la de mi padre pero mi padre se fue a las pocas semanas gracias un infarto y a su negación de ir al hospital a pesar de mis  ruegos. Cuando fuimos ya era tarde.

Tobías no lo conoció y desde finales de enero del 2000 mi perro, Mariposa  y yo entramos al universo mágico de la soledad compartida. Tobías y su madre cometieron el grave pecado del incesto, yo les alertaba de los horrores del Infierno pero ellos se cagaban en eso y cada vez que la perra entraba en celo, ya tú sabes, el horrísono pecado, como diría Fray Bartolomé de las Casas, un buen sacerdote,  creo yo que dominico y que trató al menos de ayudar a los indios taínos y siboneyes que jamás supieron que coño era el misterio de la Santísima Trinidad, cosa que, les confieso yo nunca he llegado a entender del todo. El caso es que  del incesto Mariposa se preñaba y paría, y ni Tobías ni ella insinuaban el sitio donde desaparecían a los hijos, lo cual me llevó al convencimiento de que "los mandaban" lo cual traducido al español quiere decir  que se "los jamaban". Eran perros caníbales, una raza de la casa vieja con el número 310 de San Clemente. La barbarie no siguió porque la pobre perra murió, según un veterinario, de un tumor cerebral bajo un aguacero en el que las goteras terminaron de caer mucho después de haber  escampado. Entonces Tobías hizo un voto de celibato y jamás montó a otra perra, ah, pero cuando olía a alguna en celos, montaba un sainete de aullidos y carreras, y yo  tratando de que se fuera a la calle, tas loco, ni con los guardias. 

Nunca bajó solo del quicio, ni en la casa vieja ni aquí en la que ya no es tan nueva. En la casa vieja yo tuve la suerte, a causa de una crisis de duelo tardío, de caer en un profundo pozo de desesperación, una curiosa anticipación, si en realidad creyera en eso, del verdadero infierno y creo, no, estoy seguro de que el único ser vivo que entendió mi agonía fue Tobías, porque en  las largas  horas que yo pasaba en la cama, él estaba al lado mío, echado allí, esperando que yo lo acariciara de vez en cuando, cosa que, confieso, me pesaba hacer. Me acompañó todo el tiempo y me ayudó porque, gracias a él, me obligaba levantarme e irme a hacer algo de comida, porque mi Tobías no tenía culpa alguna de que me enfrentara a la desdicha de no tener familia, porque las tías que me quedaban vivían lejos, y lograba visitarlas un rato a San Martín cuando salía de la consulta con mi terapeuta, cosa que  hacía esforzándome brutalmente , ya que tenía que viajar en un carretón de caballos hasta el Oncológico que era donde la siquiatra me consultaba, y adonde nunca dejé de ir. Una depresión es indescriptible, al menos para mí, y como el alcohol, que me ha dejado huellas después de veintitrés años de abstinencia, la depresión y otros síntomas emocionales persisten y se irán cuando me vaya.

Un día se me ocurre que Tobías debía conocer a Camagüey y lo saco aún de noche y sin cadena a dar una vuelta por ahí. Él, apenas salimos, empezó a olfatear todo lo que se encontraba por delante mientras yo, con ese empeño a lo Juan Ramón Jiménez, le iba explicando esto y aquello y mira Tobías, las cuatro palmas del Parque y la calle Independencia y la calle Maceo y General Gómez y El Encanto, que fue una de mis maravillas infantiles cuando, mirando a través de la vidriera, se me salían los lagrimones soñando con el tren eléctrico que exhibían por Navidades. Si lo vieras, Tobías, con su estación, los retranqueros, los guardavías, los túneles y el coño de la madre. No puedes imaginar lo que pené por el jodido tren eléctrico y, esto es así, del mismo modo que juré, en aquellos años, que nunca guardaría un quilo; juré que  mi hijo tendría el tren de juguete más grande, pero, Tobías, ni hijo ni tren.  Si hay un instante en el que la ciudad adquiere un tono como de fábula o algo parecido, es el momento que preludia el amanecer, o sea, cuando el cielo adquiere una tonalidad azul que es de una belleza arrolladora, Tobías, y tu olfateando y yo mira, es como un azul cobalto; es como ese azul que he visto en unas láminas de Van Gogh en un cuadro "La Noche Estrellada", un alucine. Creo que si veo un original me paralizo, y mira, es un azul diferente Tobías. Un azul regocijado porque abre con su color la entrada de los colores fabulosos del alba, allá por San Francisco, por donde mismo se forman las aguas que caían cuando yo era un muchacho. Ya ni eso. Pero Tobías es de una indiferencia brutal, ni siquiera se entera cuando ya el sol va saliendo y estamos los dos sentados en el parque, y la luz  comienza a posarse en los penachos de las palmas y hay un verde oro en ellas y una brisa y una vida y una casa y una calle y tú mismo, agradeciendo al Dios que se te antoje, poder apreciar eso, mi perro, que Camagüey se enjoya y se atavía muy elegante para empezar otro día que, bajo esas palmas, puede ser un día fatal y delirante, como la mayoría de estos días. Regresamos bajando por San Isidro buscando Bembeta, Tobías en su empecinamiento de olfatear el mundo, sigue en lo suyo y yo llego casi contento porque hoy es un Domingo de mañana y hay campanas y misas y cultos y oraciones y fe. Si tuviera fe, daría gracias por la belleza que me ha tocado presenciar y lo hago, doy gracias a ELLO por mi Tobías, porque cuando entra a la casa se sacude como si lo hubiese bañado y mueve alegre  el rabo, muy ufano de llevar en su olfato tantos olores diferentes. Entramos al mejor domingo de nuestra vida, él, esperando su leche y yo esperando una sorpresa cualquiera.


Tobías se morirá en Febrero del 2015, en un amanecer soleado; se morirá en lo que yo salgo a tomar café y lo hará tranquilo, reposado y sin dolor, no ha comido en dos días y ni siquiera ha tomado agua, ha intentado levantarse, pero no ha podido.  Cuando lo estamos enterrando en el patio de Efraín, he sentido que con él, lo hice lo mejor que pude y siento la satisfacción de que se ha ido antes que yo porque que habría sido de él si yo me hubiese ido antes: ciego, sordo, lleno de mataduras y convertido en un viejo gruñón. Fue una buena salida y a mí sólo me queda hacer una pregunta: ¿Será cierto que son los mejores amigos del hombre? ¿Será cierto que puede recordarme desde el desconocido Paraíso de los que nos aman más allá de la vida?