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sábado, 19 de agosto de 2017

La Flor de la canela


Déjame que te cuente, Caridad, déjame que te diga la gloria de haber sido tu amigo por cincuenta y tantos años y tener el ensueño de evocarte en mi memoria por el puente, el río y la avenida que lleva tu nombre y nada de jazmines en tu pelo canoso, ni rosas en tu rostro deformado desde el día en que naciste y mucho menos puedo decir que tu caminar era airoso ni derramabas otra cosa que no fuera esa tristeza habitual. Ya serena o delirante tenías el alma de oro y una ingenuidad que ante mis ojos, te hacía parecer la niña que siempre fuiste. Déjame que te cuente Cachita, déjame que te diga, mi amiga, mis pensamientos, aunque  jamás despertarás de ese sueño que entretiene Caridad, tus sentimientos: eras maternal y nadie se percataba, me costó mucho comprenderlo porque todos los que te rodeábamos, no te tomábamos en serio como lo merecías, porque la mayoría de las cosas se las achacabamos a tus trastornos nerviosos. Eras fiel, bondadosa y sensible, y eras talentosa, increíblemente talentosa: pintabas como te daba la gana y a la hora que fuera. Últimamente hasta altas horas de la noche, sin material alguno, pero con el alma como me dijiste un día; Jose, yo no tengo que bocetar, yo arranco y si no tengo pinceles...¿para qué tengo las manos?¿Para qué tengo el alma? Pintabas de limosnas, un tubo de negro que te daba este, unos pinceles que te daba otro, alguna que otra vez que te daban todos los colores en una de las escuelas de arte, y así un año tras otro, y un año tras otro el deseo que fue tomando proporciones tremendas... Yo era parte de tus sentimientos, tu me enrolaste en tu expedición familiar: atravesar el Atlántico y llegar donde tu hijo y tu hermana. Hace poco, sentados después de almorzar me dijiste "mira que yo te quiero, Niki, tu no te lo puedes imaginar ".  Menos mal que yo también te lo dije, en ese hospital, te pedí perdón, y todo quedó muy bien entre nosotros. Yo sabía que era la despedida, que al fin se acabaría tu vida de sufrimientos y desesperanzas. Finalmente irías hacia el río, por la estremecida vereda, con ese ritmo que nunca tuviste en tus caderas.
...y recuerda que...
...jazmines, rosas en tus manos, derramando sonrisas hermosas, caminando airosa de Plaza España a Las Ramblas, Caridad Hernandez Carlos has logrado tu sueño, con tu hija, tu hijo, tu hermana, Barcelona te ha dado su corazón y lo has guardado en el tuyo...y todo es tan intenso que al fin lloras de felicidad delante de la majestuosa Sagrada Familia y te vas por la Ciudad Condal con tu menudo pie que hace estremecer al increíble misterio de tu existencia mientras recoges la risa de todos los ríos y las derramas por todos los rincones, para lanzarlas finalmente del puente a la alameda.

Otra entrada sobre Caridad Hernández Carlos en este blog

viernes, 18 de agosto de 2017

Arroz con pollo

Foto tomada de "La cocina de Vero"

Para mi no había algo tan emocionante como comprar. Que me dijeran de hacer un mandado, ya a la tienda, o al bar, o a la venduta, me hacía sentir muy importante. El hecho de comprar era lo mejor del mundo, dame esto, dame aquello, dame, pedir algo y pagarlo ufanaba mi rotunda burguesía con la que estaba siendo criado. En mi cuadra vivía una señora que, como mi abuela paterna, usaba un moño detrás de su cabeza completamente blanca, ella tenía un nieto que era muy jodedor y no buscaba nada en la bodega, lo cual no era problema alguno para ella porque ahí estaba yo. Ahora se que me esperaba a que  regresara del colegio para encargarme que le comprara algo clásico y que costaba un medio, o sea, una moneda de cinco centavos que resolvía en cuestiones de segundos: tres quilos de café y dos de azúcar y, cuando volvía ya Juanita Otero (no se por qué me gusta ese nombre), tenía el agua lista y al momento estaba saliendo el café por la coladera. Claro que me tomaba un poco de café y pensaba en las palabras de mi madre: ¿Y el vaso estaba bien fregado? Seguro que no. Yo no se como no te dan diarreas todo lo que tomas por ahí. ¿Tú has visto las manos de Juanita Otero? Y por ahí pa llá.

Mima se movía en la cocina como una señorona, blusas blancas, faldas al cuerpo y medias y medias largas con una costura que dibujaba sus piernas por detrás y zapatos altos, el pelo cayendo en ondas sobre los hombros y asando a la parrilla un gran pedazo de ternilla cuya grasa chisporroteaba en el carbón y olor de ajo y limón y plátanos pintones hirviendo en la otra hornilla y ella moviendo suavemente la maizena, la leche con anís y canela y luego sirviendo el contenido en las dulceras de  postre. Mi madre siempre canturreaba con una voz de soprano, pero cantaba para ella, disfrutando cada frase musical con la entonación correcta. La música era el aliento vital de Yoyín. A veces yo la abrazaba y siempre el cuello de la blusa me hincaba. Yo le decía que era como Bautista, un carbonero famoso por vestirse completamente de blanco y no ensuciarse: a Bautista debieron hacerle una crónica en El Camagüeyano.

La cocina de la casa de San Clemente era cegadoramente blanca y todo brillaba, el piso, las paredes, las ollas, la Yoyín, los fregaderos y los cubiertos y por supuesto brillaban nuestros sueños y esperanzas. Para mi madre yo tenía que ser alguien y lo que más le acotejaba era un tenor. Desde que yo caminaba agarrado a sus faldas, ya me enseñaba canciones de donde fuera y yo cantando y ella también y el olor de un potage de garbanzos y carne con papas llenaban el ámbito de aquel sitio peculiar donde Yoyín, soñadora, lo convertía en un escenario del mundo y cantábamos como si no  existiera nada más que nuestras voces. Tenía una facilidad para las segundas envidiable. De momento me decía, no pierdas el tono y ella cambiaba y hacíamos la canción a dos voces y era casi perfecta, al menos así lo recuerdo, por lo tanto, así fue.

Cualquier tarde, ah todas las tardes de mi infancia eran limpias, de un cielo azul y ni una nube, no sé por qué  pero el cielo de la calle San Clemente mostraba un sol que ya iba camino a Vertientes y perderse por allá por la costa. En una de esas tardes mi madre me esperaba en la sala y cuando entraba, por el brillo de su mirada ya sabía lo que venía: Arroz con pollo. Una pollona nueva y que la pique, y yo corriendo como un rayo Bembeta arriba hasta Cristo, y Ana, la pollera, ¿cuál querei? y yo esa, no no, esa. Y la introducía en una olla de agua hirviendo y la desplumaba, la abría y en un momento la troceaba  envolviéndola en un papel grueso como encerado. El patio de pollos de Ana me recordaba el monte y a mi tía, y le pagaba un peso cincuenta centavos y ya corriendo para la casa donde mi madre, en la cocina ya estaba haciendo el sofrito: ajo, ají, cebolla, tomates, todo aquello cocinandose en aceite de oliva y ella, busca todo lo demás y lo demás era el alcaparrado, que no era otra cosa que un cucurucho de papel que el bodeguero manipulaba en un respiro y lo llenaba de pasas, alcaparras y aceitunas, y lo demás era una lata de pimientos morrones y otra de petit pois y corre patrás y mima pasando los trozos de la pollona en aquella salsa para que se fuera cocinando la carne, los muslos, la pechuga, las alas y sin cantar porque la música anda por todas partes incluso en nuestros paladares. Mi madre echa el arroz Tío Ben y lo deja en candela bajita y luego el alcaparrado y el petit pois y me manda a bañar.

Dentro de un rato, después que mi padre esté bañado y vestido para comer, la fuente de arroz con pollo será la joya de la mesa, adornado con los pimientos morrones y al sentarnos un nudo imperceptible nos atará suave y sencillo. Seremos una familia más en el sagrado rito de saborear un plato tan nuestro, de nuestra vida, de nuestra casa, de nuestra tierra.

lunes, 14 de agosto de 2017

Los jueves

Foto: Farmacia en la calle Cisneros esquina a Cristo. Camagüey.

Los jueves son los días de medicamentos, quiero decir que son los días en que los sacan a la venta. Desde la madrugada se va formando una cola, principalmente de ancianos a esperar que abran la farmacia a las ocho. Son personas víctimas de dolores y de cientos de malestares y todas las ventajas que trae consigo la vejez que son innombrables, una de las cuales consiste en un ejercicio  mental, donde todos nos vamos dando un poco más de tiempo para no montarnos en la balsa de Caronte que navega airosa por las aguas infectas del Tinima y el Hatibonico, donde si no te mata la muerte, te matan las clarias, pez de origen, para mi desconocido, comestible y que, a su vez, se come lo que sea.

En estos días fui un jueves a la farmacia donde puedo comprar con mi tarjetón -que no lo voy a explicar ahora-, y no había los medicamentos, traté de sedarme y salí. Desde la esquina me llama alguien mucho mayor, jorobado, un bastón en una mano y en la otra una jaba y me pide que lo ayude a cruzar Bembeta para seguir Martí arriba. Lo hago y comienzo a hablar con él: lo reconocí a pesar de lo viejito que está y le digo que se ha pasado la vida vendiendo cosas, y él, que cómo yo lo sé y le digo que lo recuerdo dentro de los cines, con un cajón colgado del cuello, hace más de sesenta años, además, que era compañero de barras y traganíqueles de mi tío y cuando le digo el nombre me aprieta el brazo y me dice: ¿Lastre? Personas como el ya no hay. En la jaba lleva cajas de fósforos para venderlas por allá arriba. No le pregunté el nombre pero si la edad: 93 años. Por la calle Martí, pesada Bedoya van 93 años de una vida que no es vida. No gano mucho, pero algo es algo, me dijo en la despedida. Algo es algo, sí, la muerte también es algo. Y su voz baja por los pasillos de los cines, chicles, caramelos, dulces finos y cigarros de todo tipo,  en la pantalla Kim Novak, destacaba su rubia belleza en un fondo rojo. Es una escena de Vértigo que no he olvidado como no olvido el suave ofrecimiento, el susurro de sus golosinas. Alabado sea. Alabada su angustiosa tenacidad. Alabada su fortaleza. Ojalá ese día hubiera vendido todos los fósforos y se comprara una libra de carne de puerco de 25 pesos.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Antes que fallezca


Muchas personas se me han acercado y me han pedido que cuente mi vida, que sería más intensa, cosa que dudo, que "Antes que anocheza". He pensado hacerlo, quiero decir, olvidar afectos y  desnudar vidas que conozco y hacerlo sin el menor de los escrúpulos, sin detenerme ante nada y hablar de seres humanos a los cuales he estado ligado, ya por una supuesta amistad o por otro tipo de relación.

Todos guardamos secretos, algo de lo que nos avergonzamos, y en muchos casos, estos secretos son dolorosos y otros no. Un ser humano siempre lleva algo oculto que tratará de no revelar jamás.

He tenido muchas personas a mi alrededor, amigos buenos, otros menos buenos y de cierta manera, tanto unos como otros, me han dañado. Aprendí que es cuestión propia de la vida y, que esos cariños apasionados que sientes por los otros nunca es eterno. Acabo de perder a alguien que siempre se mantuvo fiel a mi, que jamás me hizo daño y que me cuidó y protegió hasta pocos días antes de morir. Fue la que más cariño me tuvo y se encargó de hacérmelo saber todo el tiempo durante cincuenta y dos años, ahora bien, ¿qué ganaría yo revelando sustanciosos secretos de esta persona, secretos confesados sólo a mi, creo yo?¿Qué sacaría en limpio si siempre me he sentido orgulloso de ser un hombre honesto y confiable?

Curiosamente la mayoría de los que fueron mis amigos, vivos o muertos, no pueden suponer las cosas que se de ellos, pero pueden estar tranquilos, no soy Reinaldo Arenas y mucho menos voy a escribir "Antes que Fallezca", por otra parte a Arenas también se le quedaron cartas ocultas y más aún: no me interesa hacer algo mejor que otros, me gusta lo que hago y si se parece a cualquiera, me da lo mismo.
Ahora tengo nuevas personas alrededor, me brindan afecto y en algunos casos admiración y no puedo negar que esto me disguste por muy deprimido que esté. La depresión, en muchos casos es crónica, y ante eso  ¿qué se puede hacer..?
Soy una buena persona, me rio y lo sigo siendo, como ahora, me debato en la extrema pobreza y soy la misma buena persona, trato de no tener muchos escondrijos y de un modo u otro echar al aire cuatro o cinco carcajadas al día.
Para concluir: la he pasado pésimo la mayor parte de mi vida, pero lo que sembró mi madre y abonó mi padre no cayó en terreno árido, sino en el fecundo terreno de mi alma que es tan pródigo como el de la bendita tierra cubana.