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martes, 26 de septiembre de 2017

Alférez



Durante la década de los setenta, escribí una serie de biografías noveladas para la radio. Eran nombres conocidos y vidas desconocidas de patriotas destacados en las guerras libertarias del siglo XIX, vidas relatadas por investigadores que, de cierta manera, podían cambiar hechos y caracteres según su conveniencia o su modo de pensar. Al menos yo lo creía así cuando comencé a escribir El Generalísimo, basada en lo que se conocía sobre Máximo Gómez desde su aparición, en la Guerra De Los Diez Años, a las órdenes de Donato Mármol, y llevando a cabo, a los pocos días de estar en las filas del ejército mambí, la primera carga al machete, acción que impidió que los españoles intentaran recobrar la plaza bayamesa, en poder de los cubanos desde el 18 de Octubre de 1868, por lo que logó su primer ascenso  al   grado de alférez. Por miles de razones me entusiasmé con la historia de este hombre que ni siquiera era cubano.
Por una sola razón mi amor a Cuba  fue entrando en  mi y es algo que ha ido creciendo a medida  que he ido envejeciendo. Yo imaginé a un ser humano con unas cualidades que lo convertían en un mito. Humamo, severo, militar inflexible y justo, con un inmenso amor a su esposa, Bernarda Toro y a sus hijos y a sus subalternos. Un jefe generoso, un hombre, en todos los aspectos, respetable. En una palabra, me llené de admiración por este general al que considero una figura extraordinaria, en este entresijo increíble, en el que se ha convertido nuestra historia antigua, media y contemporánea. Historia formada, transformada y vuelta a tratar de ser formada de nuevo, lo cual, resulta imposible.
He recibido a lo largo de mi vida una serie de reconocimientos, distinciones, premios, medallas, pero hay una a la que mi corazón atesora muy especialmente y es la medalla de cobre patinado  por el 150 Aniversario del Nacimiento de Máximo Gómez Báez. Las personas que decidieron otorgármela tienen todo mi agradimiento. Todo mi respeto. En este símbolo de metal sentí y aún siento una señal de comprensión y hasta perdón, por parte del Generalísimo y esto me llena de regocijo y no puedo evitar que no vuelva a mi memoria mi abuela Eugenia Salcedo hablando de su esposo Blas Rodríguez Aguilera, también alférez del ejército cubano en la conocida como Guerra del Noventicinco. Mi abuela se fue al monte con su esposo y pasó parte de la contienda haciendo las veces de enfermera en un hospital de campaña. Allí tuvo a su primer hijo, Emilio y luego a la segunda, Ramona, luego vendrían doce mas. Catorce hijos en trece partos, ya que mi padre, Jose Julián, igual que Martí, fue mellizo con otro varón. Yo siempre he tenido mis problemas en eso de formarme un lío con cualquier cosa, a veces con razón y otras sin ella como es el problema del segundo apellido de mi abuelo Blas a quien le otorgué un parentesco cercano con Francisco Vicente Aguilera, un gran patriota que, según mimmadre fue un hombre que entregó todo su patrimonio a la causa cubana cuando La Guerra Grande y que andaba por las calles de Nueva York aterillado de frío y con los zapatos desfondados. Mi madre Gloria admiraba a Aguilera y esto fue suficiente para que yo con cuatro o cinco años le dijera todo el mundo que mi abuelo Blas era primo hermano de Aguilera por parte de madre. Eso aún lo creo.Uno de los momentos en mi vida que me siento seguro de vivir en un sitio y no en otro, uno de los instantes donde se me hace realidad lo que dijo Eliseo Diego, eso de que nacemos en un sitio y no en otro sino para dar testimonio, insisto, cuando me pasa como una ráfaga por la mente mi abuelo Blas galopando con la caballería y portando la bandera ondeante, en ese instante, el corazón rebosa orgullo. Es algo físico algo que tiene que ver con la tierra, exactamente. Mi tio Enrique Rodríguez Romero, primo y esposo de Mercedes Rodríguez y padre de Elia, uno de mis grandes amores familiares, mi tío, tenía por costumbre salir por los potreros de la finca y casi siempre me llevaba con él. Yo, pésimo jinete en una yegua blanca y boba que se moría por azúcar y él en la suya, trotona con las crines oscuras y el rabo más oscuro y el cuerpo canelo, una belleza de bestia, salíamos, como el decía a cazar marabú. Juraba que pagaba mil pesos al que encontrara una mata de marabú por sus tierras. Amaba a la tierra, agradecida, decía como mujer paridora, suave y buena para el maíz, el ñame, la yuca, el boniato, rica en palmares, guásimas, algarrobos, atejes y bandadas de guineos pintos, y cateyes y pericos y torcazas y tojosas y caos y tomeguines, negritos, zorzales y sinsontes con el más bello canto mañanero y yo a decirle a Quique, tío, nosotros somos parientes de Aguilera y tu padre y mi abuelo son Rodriguez Aguilera, son primos o no, y él si tú lo dices, ahora me entero, pero puede ser, y yo, que se murió de frío en Nueva York porque no tenía zapatos y caminaba descalzo por la nieve, y él que si eso me enseñaban los curas y yo que no, que mi madre que se había leído “El Tesoro de la Juventud” completo y un montón de libros, que siempre leía y el, leyó que nosotros somos parientes de Aguilera y yo, no no, pero seguro que lo somos porque dice mi abuela que en este mundo todo el mundo es pariente de todo el mundo.Ah sí, vamos a coger marañones pa que Mercedes haga un dulce.                                             
En múltiples ocasiones mi abuela Eugenia recitaba estas palabras como una especie de plegaria casera antes de alguna ceremonia familiar, que en ocasiones estaba aromada por semillas de marañón tostadas encima de un trozo de teja de zinc. La sacerdotisa de este ritual, que por demás solo sucedía los domingos a eso de las dos de la tarde, en el patio donde había una mata de anón, otra de chirimoya y varias de galanes de noche, estas últimas al lado del excusado, era mi tía Inés, que con los años se volvió loca y que murió encima de mi cuando la llevábamos, en la máquina de Miguelito, hizo un vómito negro, raro, llegó cadáver al Hospital… Este introito para decir como comenzaban los  recuerdos de mi abuela, me ha gustado escribirlo, como me gustaba la sorpresiva  almendra deliciosa y de la que no podíamos hartarnos porque éramos un montón de primos. “En Cuba ya no hay hombres”, que va, hombre era Blas, mi marido. Lo afirmaba de manera contundente y acto seguido hablaba sosteniento un gancho de pelo muy largo entre los dientes, y terminaba por afirmar el gran moño en su cabeza y continuaba conque Blas no le temía a las balas de los gallegos, claro que no, las balas le tenían miedo y huían para que él pasara llevando la bandera, lo mismo en la infantería que en la caballería, porque se peleaba como fuera, a pié o a caballo, cuando el se iba yo gimoteaba y rezaba pa que no le pasara na, y qué iba pasar si era mas rápido que las balas, la única que lo mató fue la del tétanos, que lo pasmó y se quedó tieso y con una sonrisa mortal, ahí si que no hubo manera, viejo, qué caramba, se lo llevó a viaje, quién se lo iba a decir a él, que era un toro, flaco, pero un toro. La voz de Eugenia Salcedo y Bencomo, era suave, casi como un arrullo, no, no era chillona como la de Cata, ni la de Clara cuando se encabronaba o Carmen que casi siempre estaba encabroná y peleaba hasta con su sombra, suave como roró, como una nana de duérmete mi niño. El solo arrancó la hierba mala de la finca, y sembró to lo que quiso, y a pulmón fuimos saliendo, y él cabrón con los americanos y él trajo el primer toro y la primera vaca, Mamey y Teodora y apenas Emilio, que nació en medio de la guerra, en aquel hospital de campaña, tuvo tamaño, jaló pal monte y ordenaba en la madrugá y fue hombre antes de tiempo y se casó con Manuela y tuvo lo suyo, sus hijos y bruto pero trabajador como nadie. Si usté quiere matar a mis cinco muchachos, quíiteles el trabajo y se van a morir en ná de pasión de ánimo, esos puñetros quieren má a la tierra, aunque parezca una barbaridá, que a las mujeres, menos José, que no quiso quedarse cuando vinimo pal pueblo dijo que quería tar con papá.  Y hablaba de todo, de los heridos que curaba como enfermera en el hospital improvisado en la manigua donde tuvo a sus dos hijos mayores, Emilio y Ramona que yo la conocí ya tonta a causa de una operación en la que le aplicaron anestesia raquídea y la dejó como a una niña y que logró que se me quitara el miedo a los muertos cuando falleció y yo estaba mirándola fijo  porque  me aseguraron que haciendo eso no le iba a tener más miedo a los muertos, un miedo que me duró un año y dos meses. Ramona nunca lo sabrá pero me pasmó uno de los terrores más grandes que pueda sentir  un muchacho de once años.
Mi abuela Eugenia hablaba de montones de cosas, de como meterle el brazo a la tierra y lograr ver el fruto,  y de en el monte, no hay bicho malo como por ahí, por otras tierras que das un paso y te sale un jubo venenoso o un majá que te mata, no, que aquí gracia a Dio na de eso, que lo majase y lo jubo son vainá comparao con otro y como se sintió de alegre al nacer el primer potrico y ver que al poco tiempo había bestias pa to el mundo y así fue creciendo todo, los algarrobos y la madera fin pallá atrás, cedros, caobas, dagame baría y vaya usted a saber. No había riqueza, no, pero si abundancia de tasajo y cuajá y miel de los panales en los piñones y plátanos y, oiga, con plátano y tasajo ripiao y un arró con manteca e puerco y un vaso e leche atrá, quién para  aun hombre como Blas, nadie, bueno sí, el tétanos. Como el decía, no hay madre como la tierra, es la mujer mas agradecía de toas, no lo dudei…………
Como es de esperar, aquellas tardes se quedaron en mi cabecita, domingo por domingo, o bien pudín mechado con conserva o dulce de toronjas que parecía cristal o mermelada o la merienda que mas le gustaba a mi abuela, un trozo de queso fresco y platanitos manzanos. Y todo aquello, mi abuelo Blas, Alferez como el primer grado militar de Máximo Gómez, el parentesco, inventado por mi con Francisco Vicente Aguilera, agonizando bajo una nevada intensa y descalzo en cualquier calle neuyorkina en  1877, que no supo ni del Pacto del Zanjón que fue el toque final de su inmolación por Cuba, mis tíos, guajiros fieles a la tierra y, por demás a Cuba, me formaron un respeto que se irá conmigo cuando me vaya, respeto que siento y oigo cuando alguien la maldice como culpándola de todo lo que sucede, que no es poco, porque ella no se entera, está allí acariciada por las aguas del Caribe, iluminada por el sol que nos alumbra, seductora mujer de Las Antillas, mulata y blanca y negra y china, rica y simple, bella y sin par, reina del placer y del amor, hermosa, la más hermosa que ojos humanos hayan visto, culpable de qué si nos ama todos, los verdaderos culpables somos nosotros, nos ama y, lo mejor de todo, nos perdona.

martes, 19 de septiembre de 2017

¿Cabeza...sombrero...?

David Lago González. Foto: El País

En su última carta, escrita unos meses antes de morir, David Lago González, comenzaba con un dicho muy llevado y traído: " a ti te va a llegar el sombrero cuando no tengas cabeza". Viniendo de David, estas palabras podrían tener varias lecturas: un comentario banal, una advertencia o una maldición.
La gente, mucha,  hablan de cómo se cambia en el exilio, eso es común: Ha tomado la Coca Cola del olvido. Soy testigo de eso, y si alguna vez me molestó, ahora, con el tiempo y los recuerdos, he llegado a comprenderlo. No hay tal Coca Cola, lo que sucede con todos, al menos con aquellos amigos de la juventud, es que inconscientemente tuvieron que cambiar. No es lo mismo vivir en Camagüey, la odiada y amada Camagüey, que verse de la noche a la mañana en ciudades desconocidas y sin un vecino que te invite a tomar café o te abra la puerta para que te refugies en su casa, como le pasaba a Agustina González, que tenía terror a los truenos y por cuánto se iba a quedar sola en García Roco #61, apenas se formaba cualquier tormenta, iba a casa de Blanca o  la de enfrente, de la señora Emilia, muy cariñosa.
Hablar de Agustina oprime el corazón, su universo era la cocina y en él hacía divinidades de una belleza única: un flan de coco, "dorado como un clavellina", que hubiese asombrado al mejor joyero cuando, momentos antes de servirlo como postre, temblaba aterrado porque en un instante sería apuñalado y puesto en los platos,  y que al llevártelo a la boca veías a Dios en todos los rincones de aquel inolvidable comedor.
Yo llamaba muchas veces a David y en una de esas, hablando con Agustina me preguntó si yo comía tiburón y le dije que sí, cosa que era una gran mentira, porqué jamás lo había probado, pero al día siguiente, estábamos los cuatro a la mesa, esperando que Agustina trinchara un trozo de casón como untado de una salsa que lo volvía apetecible y cuando celebrabas el mojo con que había sido asado al horno, ella sonreía con la cabeza inclinada, un gesto picaresco, habitual de la gente de por allá por Esmeralda, complacida y muy honrada por ser la gran cocinera de la calle García Roco. Hoy por hoy Doña Agustina Gonzalez Fagundo, tiene que andar muy afanada preparando los almíbares celestiales y merengues, panetelas y pudines que hacen del paraíso católico, un sitio muy apetecible.
Las palabras que Agustina me dijo al despedirse fueron que Dios haría que pronto nos viéramos,  y yo sabía que más nunca los vería a los dos. Era abril un mes más de 1982, una primavera inexistente como casi todo en los últimos tiempos, ni cines, ni esperanza, ni medicinas y yo deambulo lleno de vergüenza, abusado por tantos, no solo los de adentro sino también engañado por muchos de la diáspora, personas que me han apuñalado traperamente, como silenciosos asesinos que me odiaran haciéndome creer que me apreciaban, y esa voz que me repite como una lejana y cercana melodía: Camagüey, sus miles de campanarios, sus calles y sus casas, parques y plazas fueron tu cuna; Camagüey, con sus repiques y sus tinajones, con  su tedio y su sonrisa, será tu tumba.

"A ti te va a llegar el sombrero cuando no tengas cabeza", escribiste, David y ya no la tengo, estos últimos años han acabado con ella. No hay ni un sólo sombrero que le sirva. Y ojalá me equivocara.