.

.

jueves, 30 de octubre de 2014

Tributo


Conocí a Emilia Sánchez en la escalera de la Biblioteca Provincial, quiero decir que fue la primera vez que la vi. Andaba con un vestido color fresa corto y era el año 1965, el mes no lo recuerdo. Después nos encontramos en la escuela de artes plásticas y tuvimos, y me atrevo a decir que tenemos, algo más que una vieja amistad... Somos eternamente jóvenes en cuanto a los sentimientos se refiere; somos sencillos, atrevidos, hacemos planes y nos sentimos más juntos mientras caminamos por la playa de una ciudad desconocida para mi, pero que promete una belleza deslumbradora. Hacemos de todo lo que se pueda hacer en la mente de dos jóvenes ávidos de éxito y con una buena alma, sensible y muchas veces bonachona. Ella gesticula y baila y entonces se nos ocurre que podemos hacer un dúo que arrasaría y hasta mezclamos a Shakespeare en nuestros planes y a Celestino, un pianista casero, que trata infructuosamente de componer algo para nosotros que Cher y Sonny (a quienes no  conocíamos entonces, por supuesto) no eran nada al lado nuestro o Ike and Tina Turner mucho menos. Emilia es muy obstinada y tiene un impulso del que yo carezco, o mejor dicho, una obstinación que le permite franquear umbrales imposibles para mi. El atardecer llega y no nos damos cuenta porque ya estamos en Radio City Music Hall haciendo de las nuestras y no hay sombras en nuestro camino... y por algún lugar se siente una brisa rica de aromas desconocidos lo que aún nos llena más de alegría y ya vivimos en Nueva York, París, Londres y tenemos que rechazar proposiciones fabulosas porque los contratos que tenemos con la tristeza son imposibles de cumplir y con esa si que hay que quedar bien para que no se enfurezca y aumente su dosis de dolor...Es una playa de arenas blancas y espuma y de pronto me detengo, no sé, no puedo hablar más, ella sigue y camina por la playa sin volver la cabeza atrás y me quedo sonriente y alentado: Emilia va a abrirnos los caminos al mundo, va a hacer el contrato definitivo con la vida y con algo tan difícil de conciliar que es la felicidad. Pero estoy seguro de que la va a alcanzar... y se pierde en el horizonte y el atardecer es el más hermoso que se ha visto. El mundo. El sol se va perdiendo por la línea infinita del mar, y me quedo esperanzado, seguro de que todo lo que hemos planeado lo vamos a poder realizar. Es lo más natural y no es tan difícil, no, pero algo también me dice que tenemos al fracaso mordiéndonos los talones y eso me molesta. Mordiendo ya y fuerte y pasa la noche y todos los atardeceres de nuestra existencia en la desolada vida sin playas que hemos resistido. Y más aún y es que ninguno de nuestros planes surtieron efecto: nadie nos contrató, nunca hicimos el dúo y la vida nos arrasó con tantas cosas increíbles. En un momento de nuestra existencia tuvimos conciencia de uno de los sentimientos o lo que sea más hermosos que pueda tener el hombre: la amistad... No pensábamos en tropiezos ni malos entendidos sino que siempre seríamos así...que estaríamos en algún lugar, juntos... pero fue un sitio desprovisto de luces o micrófonos o música, lo que prefieran. Fue un sitio de inexplicables emociones en la mayoría de los casos nada buenas. Y ahora, eso lo sé, Emilia está viviendo en una de las más famosas playas del mundo y yo sigo dormido en una arena árida sin mar lo cual quiere decir sin horizonte, y ella camina alcanzando el éxito de la vejez que puede ser la tranquilidad, y puede que cante conmigo hasta en el Teatro Real de Londres aquellos sonetos shakespereanos que Celestino trató de infructuosamente de musicalizar como se dice. Y triunfamos y somos nuestro propio público y nos vitoreamos hasta el delirio por haber soportado la vida más árida que se pueda soportar y nos llenamos de agradecimiento. Emilia y yo tenemos la misma edad.

¿Cuál será la explicación si es que se diera el caso de que alguien se atreviera a tratar de explicarnos nuestras vidas? ¿Quién puede hacerlo? ¿Quién puede justificar todo lo que pasó y que no fue por culpa nuestra? ¿Quién lo va a hacer y de qué manera? ¿Quién se atreverá a develar tanta miseria y tanta infelicidad?

Foto: Luis Sánchez Curbelo. Tomada del facebook de Emilia Sánchez Herrera.

lunes, 13 de octubre de 2014

Carlos Victoria in memoriam: Mi vida en Cuba fue una pesadilla

Por Ivette Leyva Martínez
En el verano de 1999 llegué a Miami desde Londres para realizar mi tesis de maestría, que estaría dedicada a producir un documental de radio sobre los cambios en la comunidad cubana después de las últimas oleadas migratorias.
Entre los artistas e intelectuales con los que hablé entonces para mi trabajo de grado se encontraba el escritor Carlos Victoria. La entrevista que dio inicio a nuestra amistad se realizó el 18 de junio de 1999 en el noroeste de Miami; fue una conversación de una hora y 15 minutos grabada en formato digital. Yo tenía 26 años, había llegado a esta ciudad hacía tres meses y desconocía los pormenores de muchas historias ocultas de la Cuba que había dejado atrás. Este fue uno de los primeros testimonios que escuché -en primera persona- sobre la brutal represión que sufrieron muchos intelectuales cubanos durante el llamado Quinquenio Gris.
Durante años la grabación permaneció en una gaveta y este verano me decidí a escucharla nuevamente. Además de emocionarme en el recuerdo, me impactó la absoluta vigencia que conservan sus palabras.
Este 12 de octubre, en el séptimo aniversario de la muerte de Carlos, me parece una fecha propicia para publicar este testimonio a manera de homenaje y recordación del excepcional escritor y del entrañable ser humano que fue. Se trata de una versión abreviada de la entrevista, en la que aborda sus problemas en Cuba, la aventura literaria de la revista Mariel (1983-1985) y su relación con el ex ministro de Cultura Abel Prieto, entre otros temas.
La conversación completa -una de las pocas grabaciones de la voz de Carlos que existen- pasará como donación a los archivos de la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami...seguir leyendo en Caféfuerte
Foto: Carlos Victoria en Miami. Agosto de 1984. Archivos de José Rodríguez Lastre