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lunes, 16 de marzo de 2015

El Paquete



Carlos y yo siempre estábamos puestos de acuerdo. Esa fue la característica más constante de nuestra amistad a lo largo alrededor de cuarenta años y esa noche no iba a ser  diferente. Realmente no habíamos quedado de vernos en ningún sitio en específico y tampoco si nos íbamos de parranda o, en su defecto, para la casita de Malvina y Tobías, a jugar dominó, juego el que, solamente, se poner fichas. 
El lio es que iba hacia los cines, quiero decir que caminaba hacia la Plaza de la Soledad, creo que se estaba proyectando Amarcord de Fellini, y en el poste que había frente a la entrada del Casablanca, estaba Carlos quien había sufrido en pocas horas una insólita metamorfosis; ah, quiero aclarar que, casi todos los mediodías, Carlos venía desde Tagarro, en las afueras de la ciudad, a mi casa a tomar café y ese día pues fue como todos, hablamos de no se qué y se marchó de nuevo al INDAF que tenía sus cuarteles generales practicamente a la salida de Camagüey hacia las provincias occidentales. Pues ahí estaba, muy sonriente y yo asombrado a más no poder porque Carlos estaba convertido en todo un maniquí: camisa carmelita de mangas largas con unos pequeños diseños en blanco, un pantalón del mismo color que la camisa, y lo mejor de todo, unos zapatos flamantes avellanados. Solamente me dijo: mi tía mandó un paquete, tienes que ir a verlo todo, hasta un mosquitero tan grande que podemos cubrir la casa con el. Y como no podíamos dejar de mostrar el júbilo que nos embargaba, aunque confieso mi poco de envidia, nos fuimos a Vista Hermosa. 
Mis ocurrencias son así. Le había puesto a la casa del Felo y la Pucha eso de Malvina y Tobías por una novela brasileña en la que, dos personajes se quemaban vivos en una casita pequeñísima casi como la de las tenidas de dominó o la timba, como les de la gana. Un éxito el Carlos glamoroso exhibiendo su sorprendente imago. No recuerdo si jugamos dominó o terminamos en un bar, casi seguro, lo que sé es que al día siguiente, al atardecer, entraba a casa de Carlos donde Estrella me fue enseñando una a una toda la ropa que había llegado y muchas cosas más. No era seis de enero, pero los Reyes Magos, se habían dado una vuelta por Jayamá, por la calle Céspedes, pa lla abajo y Estrella, la mamá de Carlos estaba también resplandeciente y era un júbilo contagioso. Estrella no me mencionó a su Dios esa tarde. Pantalones, jeans, medias, calzoncillos, sábanas, un mosquitero inmenso al cual Estrella pensaba achicar, y con el tul que sobraba adornar el rincón donde con algodones y figuras recortadas había en una de las esquinas de la pequeña sala, el sitio de adoración. También venía en el paquete un flamante reloj de pulsera dorada, que ya Carlos mostraba como una joya fabulosa caída del cielo. Estela se botó de peligrosa en Miami comprando esto y aquello, por aquí y por allá y hasta en El Pulguero, que dicen que allá se vende lo mismo que en las tiendas de élite pero a precios mucho más bajos. Yo hubiera vivido de cabeza en El Pulguero, una especie de Tepito del DF, pero sin el horror del asalto. Al reloj tendré que dedicar un punto y aparte, porque si hay algo que adoró Carlos fue ese bendito reloj, coño, fue un amantazgo perfecto.
El caso es que Carlos estaba vestido como persona actualizada, por primera vez en su vida y todo parecía indicar que las camisas raídas y pullovers desvaídos no cubrirían más su desnudez. No fue así exactamente, pero algo de aquel envio se vendió para beber y algo más que para beber, y al fin pues que todo quedó como debió ser. Cosas de Carlos, que ya se fue para siempre hace siete años y pasó lo que NO tenía que pasar, que se fuera primero que yo. Eso no me ha gustado nunca. Hoy voy a hacer una pregunta y el que sepa la respuesta que me la mande: ¿Cómo se sustituye a un ser, que por decirlo de manera común, fue para ti algo más que tu mejor amigo? ¿Cómo?