Tobías era
hijo de Mariposa, la única perra que tuvo mi tía Catalina y a la que traje a la
casa vieja cuando esta murió. Mariposa
parecía boba y tenía una rara peculiaridad y era que no ladraba, jamás lo hizo;
yo pensaba que era muda y un día casi la vuelvo loca haciéndole cosquillas
hasta que gruñó y chilló pero no ladró, seguro que no lo hizo. En tres
ocasiones un perro negro de San Isidro
la montó. Parece que a Mariposa le encantaba el negro. Todo indica que, en los
dos primeros partos, desapareció a la cría porque jamás los vimos. Pero en la
tercera, yo por casualidad estaba en la cocina cuando empezó a parir: fueron
tres pero solamente se salvó uno, Tobías, el tipo más bueno y más vaina del
mundo y que su adoración por mí era enfermiza. Yo ayudé a la vieja perra en su
parto y el Tobías pasó ser parte de mi familia y la de mi padre pero
mi padre se fue a las pocas semanas gracias un infarto y a su negación de ir al
hospital a pesar de mis ruegos. Cuando
fuimos ya era tarde.
Tobías no lo conoció y desde finales de enero del 2000 mi
perro, Mariposa y yo entramos al
universo mágico de la soledad compartida. Tobías y su madre cometieron el grave
pecado del incesto, yo les alertaba de los horrores del Infierno pero ellos se
cagaban en eso y cada vez que la perra entraba en celo, ya tú sabes, el
horrísono pecado, como diría Fray Bartolomé de las Casas, un buen
sacerdote, creo yo que dominico y que
trató al menos de ayudar a los indios taínos y siboneyes que jamás supieron que
coño era el misterio de la Santísima Trinidad, cosa que, les confieso yo nunca
he llegado a entender del todo. El caso es que
del incesto Mariposa se preñaba y paría, y ni Tobías ni ella insinuaban
el sitio donde desaparecían a los hijos, lo cual me llevó al convencimiento de
que "los mandaban" lo cual traducido al español quiere decir que se "los jamaban". Eran perros caníbales,
una raza de la casa vieja con el número 310 de San Clemente. La barbarie no
siguió porque la pobre perra murió, según un veterinario, de un tumor cerebral
bajo un aguacero en el que las goteras terminaron de caer mucho después de
haber escampado. Entonces Tobías hizo un
voto de celibato y jamás montó a otra perra, ah, pero cuando olía a alguna en
celos, montaba un sainete de aullidos y carreras, y yo tratando de que se fuera a la calle, tas
loco, ni con los guardias.
Nunca bajó solo del quicio, ni en la casa vieja ni
aquí en la que ya no es tan nueva. En la casa vieja yo tuve la suerte, a causa de
una crisis de duelo tardío, de caer en un profundo pozo de desesperación, una curiosa
anticipación, si en realidad creyera en eso, del verdadero infierno y creo, no,
estoy seguro de que el único ser vivo que entendió mi agonía fue Tobías, porque
en las largas horas que yo pasaba en la cama, él estaba al
lado mío, echado allí, esperando que yo lo acariciara de vez en cuando, cosa
que, confieso, me pesaba hacer. Me acompañó todo el tiempo y me ayudó porque,
gracias a él, me obligaba levantarme e irme a hacer algo de comida, porque mi
Tobías no tenía culpa alguna de que me enfrentara a la desdicha de no tener
familia, porque las tías que me quedaban vivían lejos, y lograba visitarlas un
rato a San Martín cuando salía de la consulta con mi terapeuta, cosa que hacía esforzándome brutalmente , ya que tenía
que viajar en un carretón de caballos hasta el Oncológico que era donde la
siquiatra me consultaba, y adonde nunca
dejé de ir. Una depresión es indescriptible, al menos para mí, y como el
alcohol, que me ha dejado huellas después de veintitrés años de abstinencia, la
depresión y otros síntomas emocionales
persisten y se irán cuando me vaya.
Un día se
me ocurre que Tobías debía conocer a Camagüey y lo saco aún de noche y sin
cadena a dar una vuelta por ahí. Él, apenas salimos, empezó a olfatear todo lo
que se encontraba por delante mientras yo, con ese empeño a lo Juan Ramón
Jiménez, le iba explicando esto y aquello y mira Tobías, las cuatro palmas del
Parque y la calle Independencia y la calle Maceo y General Gómez y El Encanto,
que fue una de mis maravillas infantiles cuando, mirando a través de la
vidriera, se me salían los lagrimones soñando con el tren eléctrico que
exhibían por Navidades. Si lo vieras, Tobías, con su estación, los
retranqueros, los guardavías, los túneles y el coño de la madre. No puedes
imaginar lo que pené por el jodido tren eléctrico y, esto es así, del mismo
modo que juré, en aquellos años, que nunca guardaría un quilo; juré que mi hijo tendría el tren de juguete más
grande, pero, Tobías, ni hijo ni tren.
Si hay un instante en el que la ciudad adquiere un tono como de fábula o
algo parecido, es el momento que preludia el amanecer, o sea, cuando el cielo
adquiere una tonalidad azul que es de una belleza arrolladora, Tobías, y tu
olfateando y yo mira, es como un azul cobalto; es como ese azul que he visto en
unas láminas de Van Gogh en un cuadro "La Noche Estrellada", un
alucine. Creo que si veo un original me paralizo, y mira, es un azul diferente
Tobías. Un azul regocijado porque abre con su color la entrada de los colores
fabulosos del alba, allá por San Francisco, por donde mismo se forman las aguas
que caían cuando yo era un muchacho. Ya ni eso. Pero Tobías es de una
indiferencia brutal, ni siquiera se entera cuando ya el sol va saliendo y
estamos los dos sentados en el parque, y la luz
comienza a posarse en los penachos de las palmas y hay un verde oro en
ellas y una brisa y una vida y una casa y una calle y tú mismo, agradeciendo al
Dios que se te antoje, poder apreciar eso, mi perro, que Camagüey se enjoya y
se atavía muy elegante para empezar otro día que, bajo esas palmas, puede ser
un día fatal y delirante, como la mayoría de estos días. Regresamos bajando por
San Isidro buscando Bembeta, Tobías en su empecinamiento de olfatear el mundo,
sigue en lo suyo y yo llego casi contento porque hoy es un Domingo de mañana y
hay campanas y misas y cultos y oraciones y fe. Si tuviera fe, daría gracias
por la belleza que me ha tocado presenciar y lo hago, doy gracias a ELLO por mi
Tobías, porque cuando entra a la casa se sacude como si lo hubiese bañado y
mueve alegre el rabo, muy ufano de
llevar en su olfato tantos olores diferentes. Entramos al mejor domingo de
nuestra vida, él, esperando su leche y yo esperando una sorpresa cualquiera.
Tobías se
morirá en Febrero del 2015, en un amanecer soleado; se morirá en lo que yo salgo
a tomar café y lo hará tranquilo, reposado y sin dolor, no ha comido en dos
días y ni siquiera ha tomado agua, ha intentado levantarse, pero no ha
podido. Cuando lo estamos enterrando en
el patio de Efraín, he sentido que con él, lo hice lo mejor que pude y siento
la satisfacción de que se ha ido antes que yo porque que habría sido de él si
yo me hubiese ido antes: ciego, sordo, lleno de mataduras y convertido en un
viejo gruñón. Fue una buena salida y a mí sólo me queda hacer una pregunta:
¿Será cierto que son los mejores amigos del hombre? ¿Será cierto que puede
recordarme desde el desconocido Paraíso de los que nos aman más allá de la
vida?
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