David Lago González. Foto: El País
En su última carta, escrita unos meses antes de morir,
David Lago González, comenzaba con un dicho muy llevado y traído: " a ti
te va a llegar el sombrero cuando no tengas cabeza". Viniendo de David,
estas palabras podrían tener varias lecturas: un comentario banal, una
advertencia o una maldición.
La gente, mucha, hablan de cómo se cambia en el exilio, eso es
común: Ha tomado la Coca Cola del olvido. Soy testigo de eso, y si alguna vez
me molestó, ahora, con el tiempo y los recuerdos, he llegado a comprenderlo. No
hay tal Coca Cola, lo que sucede con todos, al menos con aquellos amigos de la
juventud, es que inconscientemente tuvieron que cambiar. No es lo mismo vivir
en Camagüey, la odiada y amada Camagüey, que verse de la noche a la mañana en
ciudades desconocidas y sin un vecino que te invite a tomar café o te abra la
puerta para que te refugies en su casa, como le pasaba a Agustina González, que
tenía terror a los truenos y por cuánto se iba a quedar sola en García Roco
#61, apenas se formaba cualquier tormenta, iba a casa de Blanca o la de enfrente, de la señora Emilia, muy
cariñosa.
Hablar de Agustina oprime el corazón, su universo era la
cocina y en él hacía divinidades de una belleza única: un flan de coco,
"dorado como un clavellina", que hubiese asombrado al mejor joyero
cuando, momentos antes de servirlo como postre, temblaba aterrado porque en un
instante sería apuñalado y puesto en los platos, y que al llevártelo a la boca veías a Dios en
todos los rincones de aquel inolvidable comedor.
Yo llamaba muchas veces a David y en una de esas, hablando
con Agustina me preguntó si yo comía tiburón y le dije que sí, cosa que era una
gran mentira, porqué jamás lo había probado, pero al día siguiente, estábamos
los cuatro a la mesa, esperando que Agustina trinchara un trozo de casón como
untado de una salsa que lo volvía apetecible y cuando celebrabas el mojo con que
había sido asado al horno, ella sonreía con la cabeza inclinada, un gesto
picaresco, habitual de la gente de por allá por Esmeralda, complacida y muy
honrada por ser la gran cocinera de la calle García Roco. Hoy por hoy Doña
Agustina Gonzalez Fagundo, tiene que andar muy afanada preparando los almíbares
celestiales y merengues, panetelas y pudines que hacen del paraíso católico, un
sitio muy apetecible.
Las palabras que Agustina me dijo al despedirse fueron
que Dios haría que pronto nos viéramos,
y yo sabía que más nunca los vería a los dos. Era abril un mes más de
1982, una primavera inexistente como casi todo en los últimos tiempos, ni
cines, ni esperanza, ni medicinas y yo deambulo lleno de vergüenza, abusado por
tantos, no solo los de adentro sino también engañado por muchos de la diáspora,
personas que me han apuñalado traperamente, como silenciosos asesinos que me
odiaran haciéndome creer que me apreciaban, y esa voz que me repite como una
lejana y cercana melodía: Camagüey, sus miles de campanarios, sus calles y sus
casas, parques y plazas fueron tu cuna; Camagüey, con sus repiques y sus
tinajones, con su tedio y su sonrisa,
será tu tumba.
"A ti te va a llegar el sombrero cuando no tengas
cabeza", escribiste, David y ya no la tengo, estos últimos años han
acabado con ella. No hay ni un sólo sombrero que le sirva. Y ojalá me
equivocara.
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