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martes, 19 de septiembre de 2017

¿Cabeza...sombrero...?

David Lago González. Foto: El País

En su última carta, escrita unos meses antes de morir, David Lago González, comenzaba con un dicho muy llevado y traído: " a ti te va a llegar el sombrero cuando no tengas cabeza". Viniendo de David, estas palabras podrían tener varias lecturas: un comentario banal, una advertencia o una maldición.
La gente, mucha,  hablan de cómo se cambia en el exilio, eso es común: Ha tomado la Coca Cola del olvido. Soy testigo de eso, y si alguna vez me molestó, ahora, con el tiempo y los recuerdos, he llegado a comprenderlo. No hay tal Coca Cola, lo que sucede con todos, al menos con aquellos amigos de la juventud, es que inconscientemente tuvieron que cambiar. No es lo mismo vivir en Camagüey, la odiada y amada Camagüey, que verse de la noche a la mañana en ciudades desconocidas y sin un vecino que te invite a tomar café o te abra la puerta para que te refugies en su casa, como le pasaba a Agustina González, que tenía terror a los truenos y por cuánto se iba a quedar sola en García Roco #61, apenas se formaba cualquier tormenta, iba a casa de Blanca o  la de enfrente, de la señora Emilia, muy cariñosa.
Hablar de Agustina oprime el corazón, su universo era la cocina y en él hacía divinidades de una belleza única: un flan de coco, "dorado como un clavellina", que hubiese asombrado al mejor joyero cuando, momentos antes de servirlo como postre, temblaba aterrado porque en un instante sería apuñalado y puesto en los platos,  y que al llevártelo a la boca veías a Dios en todos los rincones de aquel inolvidable comedor.
Yo llamaba muchas veces a David y en una de esas, hablando con Agustina me preguntó si yo comía tiburón y le dije que sí, cosa que era una gran mentira, porqué jamás lo había probado, pero al día siguiente, estábamos los cuatro a la mesa, esperando que Agustina trinchara un trozo de casón como untado de una salsa que lo volvía apetecible y cuando celebrabas el mojo con que había sido asado al horno, ella sonreía con la cabeza inclinada, un gesto picaresco, habitual de la gente de por allá por Esmeralda, complacida y muy honrada por ser la gran cocinera de la calle García Roco. Hoy por hoy Doña Agustina Gonzalez Fagundo, tiene que andar muy afanada preparando los almíbares celestiales y merengues, panetelas y pudines que hacen del paraíso católico, un sitio muy apetecible.
Las palabras que Agustina me dijo al despedirse fueron que Dios haría que pronto nos viéramos,  y yo sabía que más nunca los vería a los dos. Era abril un mes más de 1982, una primavera inexistente como casi todo en los últimos tiempos, ni cines, ni esperanza, ni medicinas y yo deambulo lleno de vergüenza, abusado por tantos, no solo los de adentro sino también engañado por muchos de la diáspora, personas que me han apuñalado traperamente, como silenciosos asesinos que me odiaran haciéndome creer que me apreciaban, y esa voz que me repite como una lejana y cercana melodía: Camagüey, sus miles de campanarios, sus calles y sus casas, parques y plazas fueron tu cuna; Camagüey, con sus repiques y sus tinajones, con  su tedio y su sonrisa, será tu tumba.

"A ti te va a llegar el sombrero cuando no tengas cabeza", escribiste, David y ya no la tengo, estos últimos años han acabado con ella. No hay ni un sólo sombrero que le sirva. Y ojalá me equivocara.

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