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lunes, 17 de julio de 2017

Adiós, que triste fue el adiós

Carlos Victoria. Foto de Eva M. Vergara. Revista Conexos

Qué tú dices, mima. Que ojalá les vaya bien, ustedes tienen, mimo, un animal rabioso entre las piernas y eso no es bueno porque lo llevan a donde quiera que vayan. Un animal rabioso, mima, pero lo tenemos en la misma sangre.

El tiempo no era como el de ahora, que va, al menos en la casa vieja había fresco, claro, la casa vieja tenía el techo de tejas criollas y el puntal alto, una casa construida en 1925 y terminada en los primeros días de 1926. Tenía una cocina abierta al mundo, al sol, al cielo ya las campanas de todas las iglesias de Camagüey. El llamado a misa de las campanas entraba por la cocina y uno sentía que la ciudad vivía, que bullía en un sonido que no era prolongado, en los días silencio, que los había, días de esos de cielo plomizo si aguzabas el oído, se escuchaban las campanas de la Iglesia de La Caridad,  y había quien decía que oía las de San José, casi llegando a la plaza  de Méndez.

Las ciudades cambian, los habitantes también, todos cambiamos cada día porque el pensamiento que teníamos ayer sobre algo, hoy es diferente. Todo se mueve, imperceptiblemente, sin que lo sientas, hasta el ritmo de tu corazón y el dolor del alma, el mal dolor, se transforma. El dolor que dejó en mi la partida de mis más queridos amigos ha ido cambiando a lo largo de los años y también el cariño se ha transformado en unas raras evocaciones de un pasaje cualquiera, en el Bosque, en La Feria, en alguna Fonoteca o un parque. A veces ellos forman un conjunto irreal enmarcado en un paisaje real, un ámbito al cual puedes ir ahora mismo. Ya por una canción, especialmente, se vuelve contra ti un 31 de Diciembre, cualquiera de los setenta. Se ha dado en llamar a un quinquenio de los setenta, gris, pero para nosotros, pesar de presidios injustos y decisiones fatales, al menos para mí, los setenta brillan como años de oro, nuestros años felices. De mis amigos con el que tenía un código de humor que no fallaba era con Carlos. Supongo que poco a poco, desde el inicio de la amistad más hermosa y sólida que he conocido, fui haciéndolo reír con mis locuras, improvisaciones, anuncios y un sartal de cosas que, sin más allá ni más acá, lo sorprendía hasta la carcajada. Catorce años después del 1980, al encontrarnos, se había perdido la espontaneidad de nuestra relación. Había cambiado, inevitablemente mucho más serio y mucho más amargado. Ya en ese momento, septiembre del 94, se había establecido el ritual de las llamadas todos los primeros martes de mes a las seis de la tarde. Sucedió hasta cuatro meses antes de su muerte. A los pocos días le fue diagnosticada la enfermedad que lo llevó al suicidio y yo sabía. Desde antes de Junio que algo le pasaba pero él lo negaba. Sólo sé que sufrió dolores terribles gracias a que no permitió que se le hiciera el procedimiento quirúrgico habitual en su caso y debe haberlo pasado pésimo. Yo no pude ni siquiera llamarlo, yo estaba bloqueado, raro, casi indiferente al suceso, negándolo hasta su muerte como si con mi falsa incredulidad yo evitara que una de mis personas más amadas  rabiara y no tuviera siquiera compasión de sí mismo. 
Uno no conoce totalmente ni siquiera a sus padres o a sus hijos, a su familia. Esa sentencia de ¨yo sí que lo conozco, a mí no me puede engañar´´ es totalmente falsa. Alguien se te puede revelar súbitamente como el reverso de lo que pensabas conocer y creo que eso me sucedió con Carlos. El ser que murió el 12 de Octubre de 2007 era alguien que rezumaba todo el dolor y la angustia de 57 años que ni siquiera los privilegios que le proporcionó el destierro, si es que el destierro en realidad puede darnos privilegios,  pudieron amainar. Todo lo que sé de Carlos es por lo que me contó ya en Cuba, ya desde el exilio, y si de alguien no puedo fabular es de él. La pasó como tantos, como yo mismo, arrastrando la cruz que le toco como yo arrastro la mía hacia un Gólgota, me atrevería a decir que miserable, sin nadie al lado.


Porqué dices eso, mima. Lo sé mijo, yo he conocido a muchas personas pero a alguien con una tristeza tan grande el rostro, mijo, solamente a él. Ya descansó. Es lo mejor que le pudo pasar, si, llora, mijo, muchas veces he creído que lo querías más que a mí. No sé, mima, ahora no sé, ahora…ya no se ni a quien quiero y mucho menos lo que quiero. Lo sé mimo. Mima, las campanas, y esto no es locura, todas las campanas de Camagüey suenan tristes, como si lloraran. Y lloran, mijo, claro que lloran.            

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