Carlos Victoria. Foto de Eva M. Vergara. Revista Conexos
Qué tú dices, mima. Que ojalá les vaya bien, ustedes
tienen, mimo, un animal rabioso entre las piernas y eso no es bueno porque lo
llevan a donde quiera que vayan. Un animal rabioso, mima, pero lo tenemos en la
misma sangre.
El tiempo no era como el de ahora, que va, al menos en
la casa vieja había fresco, claro, la casa vieja tenía el techo de tejas
criollas y el puntal alto, una casa construida en 1925 y terminada en los
primeros días de 1926. Tenía una cocina abierta al mundo, al sol, al cielo ya
las campanas de todas las iglesias de Camagüey. El llamado a misa de las
campanas entraba por la cocina y uno sentía que la ciudad vivía, que bullía en
un sonido que no era prolongado, en los días silencio, que los había, días de
esos de cielo plomizo si aguzabas el oído, se escuchaban las campanas de la
Iglesia de La Caridad, y había quien
decía que oía las de San José, casi llegando a la plaza de Méndez.
Las ciudades cambian, los habitantes también, todos
cambiamos cada día porque el pensamiento que teníamos ayer sobre algo, hoy es
diferente. Todo se mueve, imperceptiblemente, sin que lo sientas, hasta el
ritmo de tu corazón y el dolor del alma, el mal dolor, se transforma. El dolor
que dejó en mi la partida de mis más queridos amigos ha ido cambiando a lo
largo de los años y también el cariño se ha transformado en unas raras
evocaciones de un pasaje cualquiera, en el Bosque, en La Feria, en alguna
Fonoteca o un parque. A veces ellos forman un conjunto irreal enmarcado en un
paisaje real, un ámbito al cual puedes ir ahora mismo. Ya por una canción,
especialmente, se vuelve contra ti un 31 de Diciembre, cualquiera de los
setenta. Se ha dado en llamar a un quinquenio de los setenta, gris, pero para nosotros,
pesar de presidios injustos y decisiones fatales, al menos para mí, los setenta
brillan como años de oro, nuestros años felices. De mis amigos con el que tenía
un código de humor que no fallaba era con Carlos. Supongo que poco a poco,
desde el inicio de la amistad más hermosa y sólida que he conocido, fui
haciéndolo reír con mis locuras, improvisaciones, anuncios y un sartal de cosas
que, sin más allá ni más acá, lo sorprendía hasta la carcajada. Catorce años
después del 1980, al encontrarnos, se había perdido la espontaneidad de nuestra
relación. Había cambiado, inevitablemente mucho más serio y mucho más amargado.
Ya en ese momento, septiembre del 94, se había establecido el ritual de las
llamadas todos los primeros martes de mes a las seis de la tarde. Sucedió hasta
cuatro meses antes de su muerte. A los pocos días le fue diagnosticada la
enfermedad que lo llevó al suicidio y yo sabía. Desde antes de Junio que algo
le pasaba pero él lo negaba. Sólo sé que sufrió dolores terribles gracias a que
no permitió que se le hiciera el procedimiento quirúrgico habitual en su caso y
debe haberlo pasado pésimo. Yo no pude ni siquiera llamarlo, yo estaba
bloqueado, raro, casi indiferente al suceso, negándolo hasta su muerte como si
con mi falsa incredulidad yo evitara que una de mis personas más amadas rabiara y no tuviera siquiera compasión de sí
mismo.
Uno no conoce totalmente ni siquiera a sus padres o a sus hijos, a su
familia. Esa sentencia de ¨yo sí que lo conozco, a mí no me puede engañar´´ es
totalmente falsa. Alguien se te puede revelar súbitamente como el reverso de lo
que pensabas conocer y creo que eso me sucedió con Carlos. El ser que murió el
12 de Octubre de 2007 era alguien que rezumaba todo el dolor y la angustia de
57 años que ni siquiera los privilegios que le proporcionó el destierro, si es
que el destierro en realidad puede darnos privilegios, pudieron amainar. Todo lo que sé de Carlos es
por lo que me contó ya en Cuba, ya desde el exilio, y si de alguien no puedo
fabular es de él. La pasó como tantos, como yo mismo, arrastrando la cruz que
le toco como yo arrastro la mía hacia un Gólgota, me atrevería a decir que
miserable, sin nadie al lado.
Porqué
dices eso, mima. Lo sé mijo, yo he conocido a muchas personas pero a alguien
con una tristeza tan grande el rostro, mijo, solamente a él. Ya descansó. Es lo
mejor que le pudo pasar, si, llora, mijo, muchas veces he creído que lo querías
más que a mí. No sé, mima, ahora no sé, ahora…ya no se ni a quien quiero y
mucho menos lo que quiero. Lo sé mimo. Mima, las campanas, y esto no es locura,
todas las campanas de Camagüey suenan tristes, como si lloraran. Y lloran,
mijo, claro que lloran.
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