Foto: Calle República en Camagüey por la década de 1950
Desde muy pequeño he sentido
una atracción inexplicable por el universo interminable del negocio del placer,
de las "damas de la noche ". Mira que he tratado de explicármelo y no lo
logro, puede ser esa parte femenina que tenemos todos, que se inclina al pecado
de la lujuria y lo multiplica y lo envicia, así mismo, en una adicción al
hombre que supongo, acabará con la muerte. Yo tuve un amigo mucho mayor que yo,
que a cada rato me decía que el ya no quería acostarse con nadie, que lo que
soñaba era con tener en su mano un miembro contundente y sopesarlo y mirarlo,
que con eso se conformaba, solo con eso, ni
siquiera besarlo sino sentirlo, adorarlo como a una reliquia, y dar
gracias a Dios por haber creado algo tan hermoso. Era muy simpático, pero esas
palabras las decía tan en serio que uno no podía burlar aquella adoración deslumbradora porque
mientras lo hablaba, miraba su mano ahuecada y veía y sentía el imaginario peso
de un falo poderoso.
Lo de las putas era el
"bisne", ganar y en nuestra
ciudad, por lo que me cuentan, las había para todos los gustos y de todos los
colores y categorías. Baratas, caras, y algunas que hablaban idiomas para
ocuparse con norteamericanos que andaban por aquí. Me dicen que tenían médicos
que las atendían y que muchísimos años atrás tenían su día para salir a las
calles de comercios y que esos dias, los
Lunes, las arterias de Camagüey, República y Maceo, se llenaban de mujeres
vestidas con colores brillantes y con los rostros maquillados de manera exagerada,
y que los muchachones se pelaban por irlas a ver y que algún dependiente y
hasta un dueño, buen hombre, padre de familia, de misa dominical e hijos en
colegios católicos, echaban un "mira quien viene" y pagaban gozosos el encuentro en la trastienda
y ellas, como si tal cosa, gastaban en perfumes baratos, retazos de telas
de colorines y barquillas de helados y
manzanas y bocaditos de lechón, minutas de pescado y formaban un revuelo que
las señoras escribieron al obispo y al alcalde, pero dicen, dicen que el
alcalde tenía predilección por las puticas jóvenes y el Obispo Monseñor se hacía
el de la vista gorda ante los lunes comerciales de las rameras y éstas seguían
revoloteando y llenando las tiendas con sus perfumes, con sus carcajadas y
volviendo locos de ganas a heladeros, refresqueros, fruteros, y todos los
vendedores de baratijas y a moros, libaneses, chinos, gallegos y hasta polacos
que, detrás de los mostradores, se
enganchaban en el delicioso juego de habilidades amorosas que sólo una buena y
cabrona puta puede proporcionar. Las cartas de las señoras dieron su fruto años
más tarde, cuando un buen lunes, dejaron de aparecer y desde entonces no hubo el bullicio de sus voces,
risas y escarceos y algunos comerciantes lloraron de una nostalgia que jamás
habían sentido.
Por las mañanas, cuando sacaba
a Tobías, mi pequeño perro, algunas veces me sentaba con Enrique en el quicio
de su casa y conversábamos de cantidad de cosas, y un día una oración mágica
me sobresaltó: "eso no pasaba ni en el bayú de Camelia". El corazón
se me detuvo y el fascinante nombre de
Camelia se me ha quedado como un golpe sonoro. Tengo un amigo que me dice que
en mis reencarnaciones anteriores yo tuve que ser puta y asesino por mi
predilección por la novela negra y todo tipo de programas y series de
asesinatos. Para que tengan una idea, cuando se publicó "A Sangre Fría"
de Truman Capote, hace medio siglo, me la leí de un tirón y terminé con fiebre.
El bayú de Camelia lo he usado
en dos de mis folletines radiales y no me cansaré nunca de ella, ese nombre me
atrae y mucho mas la verdad o la leyenda que me contó mi vecino, que jamás lo
visitó, que Camelia tenía un prostíbulo en la calle Rosario y en el que se
armaban unas broncas de altura, porque la mayoría de los clientes eran guajiros
armados, con mucha plata y parece que con afición a disparar; guajirones que
tenían los bolsillos llenos de billetes y un revólver en la cintura y que
habían cabalgado mucha distancia para jalarse y enredarse con una de las
pupilas y si estaban ocupadas, no vacilaban en sacar a tiros de los cuartos y
acabar con la quinta y los marañones y salir que jodían al galope disparando al
aire con una oriental en las ancas. Siempre pasaba lo mismo y allá te va
Camelia al juzgado y el juez, esto no puede
ser y Camelia, ¿qué quiere usted que haga? Y eran hijos de papá y no
pasaba nada. Camelia, resignada se iba al burdel y todo empezaba igual hasta el
próximo tiroteo, decía Enrique que no sabía cuál fue el final de Camelia y su
famosa casa de citas.
Antes de saber de Camelia, en
1983, escribí "Día tras día", otro de mis folletines por cierto con
gran audiencia. Una mañana al llegar a la emisora, la recepcionista me entregó
un papel con un nombre y un teléfono. Llamé y la mujer que me salió me invitó a
su casa en la calle Progreso o Esteban Borrero, antigua calle de prostíbulos y
eso me impresionó, me preguntó cuándo podría ir a visitarla y le dije que esa
misma mañana y al rato estaba tocando una puerta que no demoró en abrir y al
mirarme mientras yo entraba me dijo que yo era muy joven, le dije mi edad y me
siguió diciendo que era muy joven, qué cómo pude escribir con tal seguridad la
vida en una casa de mujeres de la vida, las comidas, los maltratos de algunos
hombres, que era como si hubiera vivido allí o si yo había recibido información
de alguna mujer que hubiera estado en una casa de esas y yo le dije que no, que
todo había salido de mi mente, que me
hubiera gustado mucho haber ido, que siempre sentí atracción por esos lugares.
Era una mujer triste, con voz
cansada, con el alma cansada y el cuerpo muy cansado, como desplomada en un
viejo balance, habló poco y hubo un momento que sentí una necesidad enorme de
huir y casi lo hice, ni siquiera le pregunté por qué vivía en esa calle, al
levantarme ella lo hizo y me abrazó. Me dijo que, a pesar de no hacer
esa vida, para muchos seguiría siendo una puta, tuve intenciones de decirle
algo, pero me quedé callado. Ella, a mi lado me repetía mientras yo salía que
mi cerebro era privilegiado, le di las gracias y casi salgo huyendo.
Me dijo que se llamaba Dolores
y el nombre le venía como caído del cielo. Pero en su mirada presentí un raro
brillo de nostalgia, quizás a las agitadas noches del lupanar, donde a veces
tenía que ocuparse con ocho y hasta diez hombres ávidos de placer o la música
que envolvía aquel sitio, que no eran más que boleros llenos de reclamos y
despecho y que salían una y otra vez de un colorido traganíquel.