Postal antigua de la Avenida de la Caridad
Ayer por la tarde
salí. Domingo. Ese raro silencio camagüeyano, esa ausencia de vida, yo casi
solo por la calle, subiendo por San Clemente en busca de Cisneros, y al doblar
por esta, esa eterna curva en bajada que finalmente desemboca en el puente que
se abre ya al Casino Campestre, y a la Avenida de la Caridad, al cruzar la
Carretera Central. Iba a casa de un amigo y luego a la de dos. Pero la Avenida
me dio esa bofetada que me da el recuerdo a cada rato, ese golpe de luz, esa
belleza que está oculta en un recodo de tu respiración o de tu alma, da lo
mismo, porque la nitidez de los rostros, de los cuerpos, incluso de la ropa, te
deja paralizado en instantes de tu vida que no sabes cómo, se vuelven un ahora
que se escapa, que no puedes apresar como no puedes apresar el rostro de un
actor para besar sus labios, en cualquier filme de tu vida. A pesar de todo es
algo hermoso esa batalla, apenas perceptible, entre presente y los miles y
miles de pasados y como solucionas todo en segundos para transformar lo que no
fue en lo que tu quisiste y aun quieres que sea, en lo que amaste, amas, y
amarás hasta que mueras; y esos instantes de un felicidad desconocida,
conmueven hasta el paisaje urbano que te rodea, y el esplendor de carcajadas,
abrazos, caricias veloces te van envolviendo en la asombrosa realidad de lo que
no existió, pero que existe en ti, porque es algo que no has tenido tiempo ni
de imaginar. Y sigues caminando hacia la plaza, tan agradecido de tu ciudad, de toda la gente que pudo
haberte hecho feliz, y no solo pudo, no, sino que aún puede. Y con setenta
largos años, sonríes alegre por las calles que amas porque Camagüey, es para ti
es el universo del único amor que
mantienes vivo en tu mente y en tu alma de eterno adolescente. El
verdadero amor que no duele.
Domingo por la
tarde, algo que nunca me ha gustado. Domingo por la tarde de Febrero, algo que
me dio el delicioso respiro de la más bella sorpresa.
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