A principios de 1963 yo decidí que
quería ser un pintor, o sea, que iba a
comenzar a pintar porque ese sería mi futuro. Sería uno de los pintores
más famosos del mundo y a mi lado, Pablo Picasso o Leonardo da Vinci no
significarían nada en la historia de las artes plásticas. En ese entonces aún
quedaban en las llamadas librerías, algunos materiales de pintura y fui, con un
dinero que salió no sé de donde, a comprar papel ingres, temperas, acuarelas,
pinceles, en fin una excelente compra en el ya menguado comercio camagüeyano y
me hice de un surtido notable de enseres y procedí a comenzar a dibujar sin ton
ni son, sin ningún tipo de orientación ni nada ni nadie que me guiara. Aún no había
cumplido los dieciséis años. Se puede decir que era la primavera de 1963. La librería La Cultural
se encuentra, aún hoy día en la Calle
General Gómez entre Apodaca y República a un costado de la
tienda El Encanto y allí fue donde compré los materiales, luego salí a Maceo y
buscando la plaza de la
Soledad , atravesé una cuadra de Estrada Palma hasta la esquina
de Avellaneda donde estaba una de las tantas paradas de la ruta 22, guagua que
me dejaría en la esquina de mi casa en Bembeta y San Clemente.
Yo estaba con
ambas manos ocupadas con tantas cosas que había comprado y me encontraba
mirando hacia el final de Estrada Palma a ver si aparecía la guagua cuando veo
doblar a un muchacho por San Fernando en
bicicleta y detenerse poniendo un pie en
el contén de la acera exactamente delante de mi. Nos miramos a los ojos y eso
fue suficiente para que el corazón, como se dice, me diera un vuelco en el
pecho y me quedara absolutamente aterrado por aquella mirada que, sabía, iba a
marcar mi vida para siempre. Cambiaron la luz del semáforo y el siguió camino
de no se que sitio de la ciudad, en que calle se escondería, que sábana lo taparía
o si ya tenía una novia que lo complacía en todas sus demandas de los quince
años. El y yo teníamos, en aquel entonces la
misma edad ya no la tenemos, porque como tantos otros, murió lejos de Camagüey,
en un sitio de Centro América y lejos de
mi, como siempre estuvo.
Comenzó aquella tarde la historia de
amor más increíble de mi vida. Yo vivía en un sobresalto. Por razones que el
destino te pone delante y por una serie de pesquisas que hice, llegué a conocer
todo de su vida. Su dirección, su teléfono, quienes integraban su familia
que, finalmente, abandonaron el país, uno a uno, y así me fui adentrando en
llamadas telefónicas que eran atendidas pero no respondidas, cartas
interminables enviadas a su casa y
encuentros, casi a diario porque, tácitamente, nos poníamos de acuerdo y estoy
seguro que nos esperábamos por los mismos lugares y a la misma hora. Y yo
siempre con el corazón acelerado, con arritmias y sobresaltos con miedo y deseo
de morirme mirándolo a los ojos y que el me diera el postrer abrazo mientras yo
balbuceaba, casi inerte: eres mi vida y mi muerte y sanseacabó.
Me pregunto si al cabo de cincuenta
años yo puedo revivir cada uno de los instantes de aquellos encuentros, incluso
en muchos casos hasta la ropa que el llevaba puesta; me pregunto cómo es
posible que débilmente me lata el corazón y sienta unos enormes deseos de
llorar que, a veces, son imposibles de contener; me pregunto, porque aún no lo
sé, si ese es el verdadero amor y si es posible vivirlo intensamente, sin ni el
menor roce y lo que es peor aún, sin cruzar apenas palabras porque solo
hablamos, muy poco, una vez que un amigo común concertó una cita después de
cinco largos años de monótonos encuentros y al tenerlo delante de mi no supe
que decir ni que hacer porque el terror me invadió y me imposibilitó la mas
mínima comunicación: me había acostumbrado al amor inventado, fantaseado por mi
y creo que el no era mas que el instrumento físico, posiblemente palpable de mi imaginación. Es seguro que ya,
desde mucho antes comenzaba a presentar los problemas emocionales que me han
llevado a visitar a innumerables terapeutas y ha convertirme en una persona
dependiente de sicólogos y siquiatras y de tantas otras cosas más. Pero en este
momento, pienso como hubiera sido mi vida con una persona a la que amaba con
aquella intensidad, o creía amar que para el caso es lo mismo. Creo que estaba
marcado por el signo de la fatalidad que tanto me ha acompañado en innumerables
ocasiones a lo largo de mi vida, una vida en la que he tenido momentos de disfrute en muy pocas ocasiones, porque ha sido árida, triste
y llena de una soledad que, ni siquiera los muchos amigos que he tenido a lo
largo de ella, han podido llenar. Los hijos únicos somos personas que,
fatalmente en nuestra primera infancia nos convertimos en seres solitarios y
eso nos acompaña para el resto de nuestras vidas, haciéndonos sentir siempre
que nos falta algo y de hecho nos falta el otro, el hermano.
Esta es una historia que he tenido que
contar de manera muy simple porque adentrarme en los pormenores podría ser
aburrido y no despertar interés. Porque lo que más llama la atención de manera
notable es que, a pesar del paso de los años, una historia no muera, quiere
decir que desaparezca de mi vida sin dejar rastro sino que de vez en cuando
vuelva con una claridad increíble, solamente como una escena de un filme que
hemos repetido miles de veces sentados en la luneta en la oscura sala de un
cinematógrafo. Dije que este hombre murió en el extranjero sabrá Dios si
añorando la casa de su infancia, la
ciudad en la que transcurrió gran parte de su vida. Alguien que vino a vernos
desde el exilio, una persona muy allegada me dijo de manera lapidaria la siguiente frase: yo no pertenezco a
ninguna parte, no soy de allá pero tampoco me siento de aquí y ahora se me
ocurre que este muchacho que conocí a los quince años puede ser que pensara
también de esa manera y que muchos amaneceres en una capital de Centroamérica
se preguntara algo similar: ¿De donde soy? ¿Qué hago aquí? Y quizás, quien
sabe recordara mi cara de asombro cada vez que, cuando adolescentes, nos
cruzábamos en la calle Maceo o en la calle Independencia, o por ahí en alguno
de los parques o por un callejón o una
avenida que, imperturbables, sintiendo como el tiempo la destruye y quizás esperando paciente una restauración que
posiblemente suceda cuando ya no haya remedio. ¿Qué será la ciudad en la mente
de alguien que vive lejos de ella, que será Camagüey o que sería en los
recuerdos de este adolescente eterno que guardo en mi memoria y que quizás la
tuvo presente hasta la hora de su muerte? ¿Qué será una ciudad que agoniza en
si misma y que espera también por un amor, como premio a su tenacidad y perseverancia y algo mas, a su
paciencia en el tiempo? ¿Camagüey también ha tenido su amor imposible y lo ha
atesorado durante sus quinientos años de vida como un recuerdo palpable y casi
vivo? Es posible porque las ciudades, aunque maltrechas en algunas ocasiones,
tienen su propia existencia floreciente y decadente.
Cuando me enteré de que este primer
amor había muerto sentí una nostalgia por todo lo que no sucedió. Es posible
que como una ráfaga viniera a mi memoria la más disímil cantidad de imágenes
inconexas, alternadas en aquel tiempo, una
y otra vez como la pesadilla de un fantasma. Eso es lo que a veces creo
que soy mi fantasma que vaga en una ciudad fantasma, la ciudad que vio nacer a
esta persona que, evidentemente, aun añoro y creo que solo un fantasma puede
añorar a otro fantasma porque de lo contrario, todo sería un disparate.
¿Qué racha de mala suerte marcó mi
corazón adolescente con hierro candente donde dos letras se entrelazaban como
si mi corazón fuese la piel de un animal al que su dueño marcara con señal de
posesión? ¿Por qué sigo pendiente de esa historia que a veces recurre a mi
memoria con una vitalidad tan grande que mi pulso se disloca y hasta el aire me
falta? ¿Por qué no pude jamás tocar aquel cuerpo o tener un momento de intimidad con alguien a quien
necesitaba tanto como un agua salvadora? ¿Por qué ahora escribo esto con este
tono anónimo donde ni siquiera puedo poner el nombre de esta persona porque
sigo teniendo el mismo temor de perjudicarlo que tuve cuando lo conocí y que
estoy seguro fue lo que hizo que no llegáramos a ninguna parte y nos
convirtiéramos, cada uno por su lado, en sombras alejadas de otras sombras y
quizás viviendo en ciudades de sombras aparentemente olvidados de nosotros
mismos?
Foto: Calle República y Gral Gómez. Camagüey