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viernes, 18 de agosto de 2017

Arroz con pollo

Foto tomada de "La cocina de Vero"

Para mi no había algo tan emocionante como comprar. Que me dijeran de hacer un mandado, ya a la tienda, o al bar, o a la venduta, me hacía sentir muy importante. El hecho de comprar era lo mejor del mundo, dame esto, dame aquello, dame, pedir algo y pagarlo ufanaba mi rotunda burguesía con la que estaba siendo criado. En mi cuadra vivía una señora que, como mi abuela paterna, usaba un moño detrás de su cabeza completamente blanca, ella tenía un nieto que era muy jodedor y no buscaba nada en la bodega, lo cual no era problema alguno para ella porque ahí estaba yo. Ahora se que me esperaba a que  regresara del colegio para encargarme que le comprara algo clásico y que costaba un medio, o sea, una moneda de cinco centavos que resolvía en cuestiones de segundos: tres quilos de café y dos de azúcar y, cuando volvía ya Juanita Otero (no se por qué me gusta ese nombre), tenía el agua lista y al momento estaba saliendo el café por la coladera. Claro que me tomaba un poco de café y pensaba en las palabras de mi madre: ¿Y el vaso estaba bien fregado? Seguro que no. Yo no se como no te dan diarreas todo lo que tomas por ahí. ¿Tú has visto las manos de Juanita Otero? Y por ahí pa llá.

Mima se movía en la cocina como una señorona, blusas blancas, faldas al cuerpo y medias y medias largas con una costura que dibujaba sus piernas por detrás y zapatos altos, el pelo cayendo en ondas sobre los hombros y asando a la parrilla un gran pedazo de ternilla cuya grasa chisporroteaba en el carbón y olor de ajo y limón y plátanos pintones hirviendo en la otra hornilla y ella moviendo suavemente la maizena, la leche con anís y canela y luego sirviendo el contenido en las dulceras de  postre. Mi madre siempre canturreaba con una voz de soprano, pero cantaba para ella, disfrutando cada frase musical con la entonación correcta. La música era el aliento vital de Yoyín. A veces yo la abrazaba y siempre el cuello de la blusa me hincaba. Yo le decía que era como Bautista, un carbonero famoso por vestirse completamente de blanco y no ensuciarse: a Bautista debieron hacerle una crónica en El Camagüeyano.

La cocina de la casa de San Clemente era cegadoramente blanca y todo brillaba, el piso, las paredes, las ollas, la Yoyín, los fregaderos y los cubiertos y por supuesto brillaban nuestros sueños y esperanzas. Para mi madre yo tenía que ser alguien y lo que más le acotejaba era un tenor. Desde que yo caminaba agarrado a sus faldas, ya me enseñaba canciones de donde fuera y yo cantando y ella también y el olor de un potage de garbanzos y carne con papas llenaban el ámbito de aquel sitio peculiar donde Yoyín, soñadora, lo convertía en un escenario del mundo y cantábamos como si no  existiera nada más que nuestras voces. Tenía una facilidad para las segundas envidiable. De momento me decía, no pierdas el tono y ella cambiaba y hacíamos la canción a dos voces y era casi perfecta, al menos así lo recuerdo, por lo tanto, así fue.

Cualquier tarde, ah todas las tardes de mi infancia eran limpias, de un cielo azul y ni una nube, no sé por qué  pero el cielo de la calle San Clemente mostraba un sol que ya iba camino a Vertientes y perderse por allá por la costa. En una de esas tardes mi madre me esperaba en la sala y cuando entraba, por el brillo de su mirada ya sabía lo que venía: Arroz con pollo. Una pollona nueva y que la pique, y yo corriendo como un rayo Bembeta arriba hasta Cristo, y Ana, la pollera, ¿cuál querei? y yo esa, no no, esa. Y la introducía en una olla de agua hirviendo y la desplumaba, la abría y en un momento la troceaba  envolviéndola en un papel grueso como encerado. El patio de pollos de Ana me recordaba el monte y a mi tía, y le pagaba un peso cincuenta centavos y ya corriendo para la casa donde mi madre, en la cocina ya estaba haciendo el sofrito: ajo, ají, cebolla, tomates, todo aquello cocinandose en aceite de oliva y ella, busca todo lo demás y lo demás era el alcaparrado, que no era otra cosa que un cucurucho de papel que el bodeguero manipulaba en un respiro y lo llenaba de pasas, alcaparras y aceitunas, y lo demás era una lata de pimientos morrones y otra de petit pois y corre patrás y mima pasando los trozos de la pollona en aquella salsa para que se fuera cocinando la carne, los muslos, la pechuga, las alas y sin cantar porque la música anda por todas partes incluso en nuestros paladares. Mi madre echa el arroz Tío Ben y lo deja en candela bajita y luego el alcaparrado y el petit pois y me manda a bañar.

Dentro de un rato, después que mi padre esté bañado y vestido para comer, la fuente de arroz con pollo será la joya de la mesa, adornado con los pimientos morrones y al sentarnos un nudo imperceptible nos atará suave y sencillo. Seremos una familia más en el sagrado rito de saborear un plato tan nuestro, de nuestra vida, de nuestra casa, de nuestra tierra.

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