Foto tomada de "La cocina de Vero"
Para mi no había algo tan
emocionante como comprar. Que me dijeran de hacer un mandado, ya a la tienda, o
al bar, o a la venduta, me hacía sentir muy importante. El hecho de comprar era
lo mejor del mundo, dame esto, dame aquello, dame, pedir algo y pagarlo ufanaba
mi rotunda burguesía con la que estaba siendo criado. En mi cuadra vivía una
señora que, como mi abuela paterna, usaba un moño detrás de su cabeza
completamente blanca, ella tenía un nieto que era muy jodedor y no buscaba nada
en la bodega, lo cual no era problema alguno para ella porque ahí estaba yo.
Ahora se que me esperaba a que regresara
del colegio para encargarme que le comprara algo clásico y que costaba un
medio, o sea, una moneda de cinco centavos que resolvía en cuestiones de
segundos: tres quilos de café y dos de azúcar y, cuando volvía ya Juanita Otero
(no se por qué me gusta ese nombre), tenía el agua lista y al momento estaba
saliendo el café por la coladera. Claro que me tomaba un poco de café y pensaba
en las palabras de mi madre: ¿Y el vaso estaba bien fregado? Seguro que no. Yo no se como no te dan diarreas todo
lo que tomas por ahí. ¿Tú has visto las manos de Juanita Otero? Y por
ahí pa llá.
Mima se movía en la cocina como
una señorona, blusas blancas, faldas al cuerpo y medias y medias largas con una
costura que dibujaba sus piernas por detrás y zapatos altos, el pelo cayendo en
ondas sobre los hombros y asando a la parrilla un gran pedazo de ternilla cuya
grasa chisporroteaba en el carbón y olor de ajo y limón y plátanos pintones
hirviendo en la otra hornilla y ella moviendo suavemente la maizena, la leche
con anís y canela y luego sirviendo el contenido en las dulceras de postre. Mi madre siempre canturreaba con una
voz de soprano, pero cantaba para ella, disfrutando cada frase musical con la
entonación correcta. La música era el aliento vital de Yoyín. A veces yo la
abrazaba y siempre el cuello de la blusa me hincaba. Yo le decía que era como
Bautista, un carbonero famoso por vestirse completamente de blanco y no ensuciarse:
a Bautista debieron hacerle una crónica en El Camagüeyano.
La cocina de la casa de San
Clemente era cegadoramente blanca y todo brillaba, el piso, las paredes, las ollas,
la Yoyín, los fregaderos y los cubiertos y por supuesto brillaban nuestros
sueños y esperanzas. Para mi madre yo tenía que ser alguien y lo que más le acotejaba
era un tenor. Desde que yo caminaba agarrado a sus faldas, ya me enseñaba
canciones de donde fuera y yo cantando y ella también y el olor de un potage de
garbanzos y carne con papas llenaban el ámbito de aquel sitio peculiar donde
Yoyín, soñadora, lo convertía en un escenario del mundo y cantábamos como si
no existiera nada más que nuestras
voces. Tenía una facilidad para las segundas envidiable. De momento me decía,
no pierdas el tono y ella cambiaba y hacíamos la canción a dos voces y era casi
perfecta, al menos así lo recuerdo, por lo tanto, así fue.
Cualquier tarde, ah todas las
tardes de mi infancia eran limpias, de un cielo azul y ni una nube, no sé por
qué pero el cielo de la calle San
Clemente mostraba un sol que ya iba camino a Vertientes y perderse por allá por
la costa. En una de esas tardes mi madre me esperaba en la sala y cuando
entraba, por el brillo de su mirada ya sabía lo que venía: Arroz con pollo. Una
pollona nueva y que la pique, y yo corriendo como un rayo Bembeta arriba hasta
Cristo, y Ana, la pollera, ¿cuál querei? y yo esa, no no, esa. Y la introducía
en una olla de agua hirviendo y la desplumaba, la abría y en un momento la
troceaba envolviéndola en un papel
grueso como encerado. El patio de pollos de Ana me recordaba el monte y a mi
tía, y le pagaba un peso cincuenta centavos y ya corriendo para la casa donde
mi madre, en la cocina ya estaba haciendo el sofrito: ajo, ají, cebolla, tomates,
todo aquello cocinandose en aceite de oliva y ella, busca todo lo demás y lo
demás era el alcaparrado, que no era otra cosa que un cucurucho de papel que el
bodeguero manipulaba en un respiro y lo llenaba de pasas, alcaparras y
aceitunas, y lo demás era una lata de pimientos morrones y otra de petit pois y
corre patrás y mima pasando los trozos de la pollona en aquella salsa para que
se fuera cocinando la carne, los muslos, la pechuga, las alas y sin cantar
porque la música anda por todas partes incluso en nuestros paladares. Mi madre
echa el arroz Tío Ben y lo deja en candela bajita y luego el alcaparrado y el
petit pois y me manda a bañar.
Dentro de un rato, después que
mi padre esté bañado y vestido para comer, la fuente de arroz con pollo será la
joya de la mesa, adornado con los pimientos morrones y al sentarnos un nudo
imperceptible nos atará suave y sencillo. Seremos una familia más en el sagrado
rito de saborear un plato tan nuestro, de nuestra vida, de nuestra casa, de
nuestra tierra.
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